Roma 83
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Entre los que más estimo de mis clichés tempranos, destacan los de mi primera visita a Roma, de la que el pasado mes de julio se cumplieron treinta años. Y no es por su calidad precisamente por lo que sobresalen entre el resto de mis negativos más antiguos. Antes al contrario, son imágenes que técnicamente dejan mucho que desear. Pues, pese a que llevaba haciendo fotos con vocación de trascendencia desde mediados los 70, las prisas y dispersiones de la adolescencia me impidieron acercarme la toma de vistas con todo el rigor que ésta requiere. De modo que ignoraba normas como una referente a la velocidad de obturación. Esa que reza que, con una lenta, inferior a 1/60 de segundo, se impone montar la cámara en el trípode so pena de sacar las fotos movidas.
Esto es algo que permanece inalterable incluso ahora, que la fotografía digital ha acabado con todos los procedimientos de ampliación y revelado de la analógica. De modo que entonces, en el 83, cuando reduje hasta 1/30 la velocidad de obturación porque con ella se puso verde el led del visor de la cámara, que no subí al trípode, retraté movidos a mis compañeros en mis primeros pasos por el Trastevere.
Con todo, lo que en verdad cuenta de estas imágenes es el documento que entrañan -el de uno de los viajes más divertidos de mi juventud, ni más ni menos-, que no su inexistente calidad artística. Fue su carácter testimonial lo que hizo que siguiera conservándoles incluso cuando me deshice, avergonzado por sus imperfecciones, del resto de mis primeros negativos.
He de decir que con mi buen amigo Juan Luis Abad no sólo descubrí los bares de copas, la belleza de sus camareras y la magia de las madrugadas de los años 80. También fue con él con quien me fue dado por primera vez el encanto de viajar al extranjero. Con anterioridad, había estado solo en Londres y en París. Pero perdernos juntos por ciudades desconocidas, hablando de chicas, lecturas y películas, era más divertido. Aquella de Roma fue la tercera salida que hicimos juntos, la primera a la que también se unieron su hermana María Antonia y su primo Francisco. Desde comienzos de los 90 no he vuelto a saber de ninguno. Así que el valor de estas instantáneas son las imágenes que me devuelven de todos ellos.
Volví a Roma en 2008, junto a Cristina, y a Italia en un par de ocasiones más, a Venecia y a Florencia, respectivamente. Pero fue entonces, en aquella visita del 83, cuando concebí algunos de mis mejores recuerdos italianos. Verbigracia, el de la Piazza de la lndipendenza, que visitamos de camino a la Estación Termini. Ese mismo verano del 83 pase unos días en Málaga. Desde entonces asocio la Plaza de la Merced de la ciudad andaluza a la piazza romana.
Bien es cierto que también fue entonces cuando me forjé un recuerdo errado de la vía Veneto. Durante 25 años la evoqué como una avenida pequeña y no lo es. Pero no reparé en sus verdaderas dimensiones hasta que en 2008 me alojé en uno de sus hoteles junto a Cristina. Y fue ella quien, siempre tan dada a los espacios verdes, deseosa de que nos adentráramos en Villa Vorghese, me apremió a que me bebiera la cerveza de la que estaba dando cuenta en el Café de París, el fotografiado por Fellini en La dolce vita (1960), con el debido respeto.
La Ciudad Eterna es la del Foro, el Vaticano y las catacumbas. Mi Roma, la que estimo y recuerdo con precisión desde el 83, es la de la Estación Termini que inmortalizó Vittorio de Sica en su cinta homónima del 52, la de la Piazza Navona que fotografió Jean Negulesco en Creemos en el amor (1954) o la de los hippies al sol de la Piazza di Spagna, que también nos mostró Fellini en su magistral Roma (1972). Por no hablar de la casa que allí mismo albergó a John Keats y Percy Shelley. Cómo olvidar las no muy lejanas Vía del Babuino y Piazza del Popolo, citadas por Jaime Gil de Biedma en alguno de sus poemas más bellos.
Roma no es una ciudad especialmente animada, como sí lo eran Madrid y Londres en los años 80. La animación de La dolce vita duró lo que la diáspora de los cineastas estadounidenses en Cinecittá. Dicho de otra manera, de aquel jolgorio, en el 83 -y no digamos en 2008-, sólo quedaban recuerdos. Mis compañeros en el descubrimiento del extranjero y yo lo comprendimos en nuestra primera noche romana, que se nos fue dando cuenta de una botella de Beefeater frente a la Fontana de Trevi. Como el noventa por ciento de los mortales de entonces, yo aún bebía y fumaba. Así que las tiendas libres de impuestos de las salidas internacionales de los aeropuertos, con sus alcoholes y tabacos sin tasas fiscales, también eran de visita obligada antes de partir.
Fui yo quien compró esa botella de ginebra en el Duty-Free de Barajas antes de volar hacia Roma con resaca de la borrachera de la noche anterior. Para mí, empleado entonces como auxiliar de montaje cinematográfico en unos estudios de la calle Vallehermoso -hoy desaparecidos, como casi todo lo que traigo aquí a colación- el viaje fue más corto. Para mí, aquella primera visita a Roma se redujo a lo que duró un largo puente que hubo aquel mes de julio. Ellos salieron de Madrid, en coche, varios días antes. Los necesarios para llegar a la Ciudad Eterna, vía Costa Azul francesa y Riviera italiana, en el mismo Talbot Horizont de Juan Luis que nos llevaba y traía en aquellas madrugadas que se nos fueron adorando a Baco y a las camareras de los 80. Total, que habíamos quedado en que irían a buscarme a Fiumicino y verles allí, esperándome puntualmente, después de haber sido sometido a un riguroso registro por parte del aduanero, fue un verdadero alivio. Como lo es ahora reencontrarles en estas fotos. ¡Qué hubiera sido de mí entonces, solo en Roma, si mis compañeros en el descubrimiento del extranjero! ¡Qué sería de mí ahora, al cabo de tres décadas, si estas fotos no fueran la prueba irrefutable de mis recuerdos!
Publicado el 5 de septiembre de 2013 a las 17:45.